AztecWorld

miércoles, septiembre 30, 2009

Aquellos Maravillosos Años IV: A la caza del grillo rebelde

Bueno, pues ahora que entre Anuska, William the Conqueror y alguno más me han convencido de volver a ponerme manos a la obra en la construcción de este pequeño rincón que me fabricase hace ya más de 3 años, voy a recuperar esta sección para seguir relatando mis memorias de otras épocas.

Ciertamente, ignoro cómo discurrirán los monótonos días visontinos para todos los infantes que en Vinuesa son en estos días, pero apuesto a que poco tiene que ver con el discurrir de los días de los infantes que en Vinuesa éramos otrora. Y lo cierto es que en aquella época, el mero hecho de que un infante fuese, en Vinuesa, equivalía a que la libertad, cuando no la vida, de muchos ejemplares del reino animal en sus diversas manifestaciones dejase de ser.

No sé si cuando hablé del puente Revinuesa hice alguna mención a los murciélagos que hacían su morada de los huecos existentes por debajo de la barandilla; si no la hice entonces, la hago ahora. Esto era en el antiguo puente verde de tres ojos; ignoro si siguen anidando bajo las cejas del polifemo que levantaron de las ruinas de aquel.

La cuestión es que los pobres animalitos, de costumbres nocturnas como es sabido, corrían el riesgo de llevarse un chapuzón a plena luz del día de manos de algún infante que, cual vareador de olivos, introdujese una vara por los citados recovecos del puente. Y el chapuzón no era lo peor; bien pudiera ser que luego tuviese que fumarse un pitillo de una sola calada; y digo de una sola calada porque los pobres no saben fumar de otra forma. Hasta se hinchan.

También solíamos hacer cacerías nocturnas de caracoles. La cosa no tenía mucho misterio, puesto que el sigilo no es cualidad imprescindible en el cazador de caracoles; ni aun ponerse contra el viento es requerido. Lo que sí es menester, además de una linterna, es un poco de precaución con respecto al sitio en que se pone el pie. Puede suceder que el lugar elegido sean, por ejemplo, los restos recientes de la excrección de algún bóvido. Y, en ese caso, el resultado suele ser la conseguiente caída por su propio peso, con desagradable y maloliente mancha en los pantalones como obsequio de excepción. Y ojo; lo digo por experiencia.

De todos modos, centrándonos en la materia que da pie al artículo, lo que molaba de verdad eran las cacerías de grillos. Eran de ver todos los prados y fincas de Vinuesa en los primeros meses de estío con todo el coro de bichejos negros batiendo alas al unísono. Y si a eso se le sumaba el coro de las culebras emitiendo su particular sonido desde los zarzales que siempre adornaban las paredes de los prados, aquello parecía el concierto de Año Nuevo. Supongo que lo seguirá pareciendo.

Para la caza del grillo, había dos técnicas. La primera consistía en introducir una pajita por el agujero hasta que el animalejo, no se sabe muy bien si por cabreo, por hastío o por sentirse molesto, salía del mismo. También podía darse el caso de que saliese directamente arrastrado por la propia pajita. Lo malo de este método era que, en ocasiones, cuando el grillo oponía resistencia, podía tardar mucho en salir; y también que, algunas veces, le faltaban varias patas al salir porque se las ha arrancado la pajita, lo cual quedaba un poco bestiajo. ¡¡ Si se llega a enterar la Brigitte Bardot o alguno de esos !!.

La otra técnica era más efectiva: consistía en inundar el agujero para que el insecto saliese so pena de morir ahogado. Lo cierto es que, una vez inundado el agujero, era cuestión de segundos que, si el grillo estaba dentro, saliese al exterior. Y entonces era presa fácil. La forma de inundar el agujero era por medio de agua, claro; pero un factor importante a tener en cuenta era que el agua podía no encontrarse cerca del lugar de la batida, por lo que lo que solía hacerse era llevarla incorporada, previa ingestión en abundancia en el hogar de cada cual.

El resultado final de las cacerías de grillos era que cada infante tenía en su casa un bote vacío de Cola-Cao o de Nesquick donde guardaba todos los grillos que cazaba durante la temporada, junto con un puñado de trébol, que era de lo que la manada se alimentaba. Así es que, por la noche, el mismo ruido que atronase los campos visontinos durante el día se reproducía en todos los hogares donde hubiese un infante al ritmo de las alas amarillentas de los grillos hembra.

Los grillos macho eran de lo más aburrido. No hacían absolutamente nada más que estar, y lo más normal era que, pasados varios días, apareciesen muertos en el fondo del bote con medio cuerpo comido. A decir verdad, nunca he terminado de entender por qué la naturaleza impone esa suerte final a los machos de algunas especies de insectos. Pero ... ¡¡ Qué le vamos a hacer !!. La naturaleza es sabia.

Camino iluminado por Huichilobos >> 8:51 p. m. :: 1 Recuerdos...

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